lunes, 13 de octubre de 2008

Y sin embargo...








Ella añoraba cuando él le sujetaba la cara (a ella) y le sonreían (a él) los ojos. Le gustaba que él le mostrara las calles de esa ciudad de frío seco y descubrir balcones nuevos en cada viaje. Cómo se refugiaban después en ese estudio que él había alquilado con sacrificio (y que tenía secadores, relojes e imanes que no tenían nada que ver con ella) y le preparaba la ropa que él guardaba para ella en su armario, la calentaba en el radiador para que ella, después de una ducha, tuviera la ropa calentita. A ella le gustaba cuando él, sin ninguna excusa, la abrazaba inesperadamente por la espalda y le decía lo linda que ella le parecía a él. Él preparaba con esmero la mesa, cuidaba de que no faltara nada de lo que a ella le gustaba tomar y ella lo observaba moverse de un lado para otro y pensaba cuánto quería a ese grandullón. Cuántas horas de cogerse de las manos, cuántas despedidas en la misma estación con el ansiado "te quiero" de última hora...y cuántos dulces (y en ocasiones tristes) reencuentros. Qué temor a expresar sus inseguridades (las de ella) y qué temblores cuando aparecía cualquier otra (en él). A ella le hubiera encantado mover su silla (la de él) y acompañarle en recorrer su camino (el de él) pero no supo o no pudo. Así que se limitó a estar ahí, un poco triste por su impotencia y celosa de que hubiera alguien que supiera cómo se podía mover esa silla. Y esos celos lo envenenaron todo. Y él se hartó y decidió que prefería estar solo.

Lo que más le gustó a ella (de él) fue el regalo que él le hizo a ella de despedida. Un juego de toallas que él había comprado durante su viaje de novios con su anterior mujer y que él insistía en que secaban estupendamente.

Y es cierto. No importa la cantidad de lágrimas que derrame (ella), él, previsor, le dio cuanto necesitaba para secarlas: unas fantásticas toallas portuguesas.